Marzo 2020. Pandemia mundial. Cuarenta estricta. Cáscaras
vacías cayendo sobre el mantel.
Ya no habrá reuniones. Ya no más salidas.
Me da vértigo pensar que ya nada va a ser igual.
Dejamos de trabajar unas semanas para refugiarnos en
nuestras casas. Creyendo que pronto todo pasará.
Ingenuidad completa.
Sentir felicidad por disfrutar los pequeños detalles como ir
a sacar la basura o bajar al hall del edificio para ver caer la nieve.
Hemos vivido una pausa necesaria. O eso creemos.
Lo primero que quería hacer cuando el mundo sane es ir a
abrazar a mi familia. Viajar para verlos, sonreír y escuchar sus anécdotas.
Compartir juegos, charlas y una rica merienda. Contarles a
mis sobrinos que el tiempo es efímero y que nada se compara con estar cerca de
los que más queremos.
Y de pronto, ya no hay quehaceres en nuestras casas ni
prisas.
El aburrimiento se apodera de nosotros.
Jugamos a la play con Luigi. Vimos Netflix. Vimos Amazon.
He leído algún par de libros. Hecho tiktoks, pasar de la
cama al sillón y del sillón al comedor.
Sacar la cabeza por la ventana para respirar aire puro. Tan
simple como eso.
Nos acostumbramos un poco a tener que usar tapabocas. O no.
Nos inventamos días felices. Salidas y viajes que algún día
podríamos llegar a realizar.
Publiqué mi primer libro “Palabas de tacto suave”. No hubo
feria del libro. No hubo presentación ni nada de todo lo que me había
imaginado.
Se vendieron algunos libros. Alegraron corazones a la
distancia. Acariciando con palabras los diferentes caminos de aquellas personas
que decidieron confiar en mis escritos.
Me refugié en la escritura. Las palabras siempre me
devuelven a la vida.
Volvimos a nuestros trabajos.
Luigi iba al supermercado. Yo me quedaba en casa
escribiendo. Vivimos esta nueva “normalidad” como si fuera una realidad
alterna.
Conocimos a nuestros vecinos. Y vivimos juntos desde el
embarazo hasta el nacimiento de Beltrán. Nos hicimos amigos.
Hemos visto cientos de películas de ciencia ficción pero nunca
nos imaginamos esto.
Me rompí en mil pedazos. Sané y me volví a romper.
Tuve miedo a salir de mi casa. Ansiedad y pesadillas.
Un día como cualquier otro me animé a seguir haciendo las
cosas que me gustaban. Y poco a poco logré a salir adelante.
Escribí mucho. Comencé mi segundo libro. Y dejé en pausa la
novela que estaba escribiendo para enfocarme en mi autobiografía.
Me repetí mil veces a mi misma: no pasa nada. Vos podes.
Entre tanto remolino de la vida, comenzamos a hacer vivos
con Pablo. Y gracias a Instagram, fuimos compartiendo lecturas sin pensar
demasiado.
Comencé con vergüenza sin saber que hacer o que decir.
Supongo que hablar siempre les resulto difícil a los escritores.
Compartimos meriendas y escritos con los seguidores, con los
conocidos, con los familiares y amigos. Creando
un domingo diferente a base de sueños y esperanza.
Por un caso positivo en el trabajo de Luigi, pasamos año
nuevo solos.
A la distancia, celebramos por videollamada. Brindamos y nos
fuimos a dormir.
A veces cuando me tocaba salir a hacer mandados y no había
nadie en la calle, me bajaba un poquito el barbijo para respirar y era como
renacer.
Que la vida era dura lo sabíamos, pero que había que luchar
por ello nos costaba creer.
El tiempo se esfuma en nuestros manos. El agotamiento mental de vivir así, la buena compañía
y una lista interminable de las que cosas que quiero hacer y no hago.
Teletransportarse no es una opción y lo único que nos reconforta
es saber que nuestras familias están bien.
Pienso en huir, lejos. Poco a poco las actividades vuelven a
florecer.
Disfrutamos de salir.
Vamos a pescar. Aún sin éxito. Observamos la naturaleza, gozamos del silencio, la paz.
Romper con el presente para crear felicidad. Nos damos
cuenta de lo preciado que es respirar. Una acción tan fuerte y poderosa.
La incertidumbre y el tiempo pasa.
Luego de un año y un par de meses, volví a abrazar a mis
papás. A jugar con mis sobrinos, a sonreír con mis hermanas y mi cuñado.
Y eso. Me lleno por completo.
Hice diferentes terapias, cursos, mandalas. Pinté cuadros.
Mire crecer los edificios que construyen frente al nuestro.
A veces tengo mucho miedo y no me queda otra que guardar
silencio.
A veces tengo silencios, cosas que callar, y no me queda
otra que guardar mucho miedo.
Hoy volvemos a vivir una cuarentena similar. La nueva rutina
aún nos sigue pareciendo desconocida y aunque me encanta estar en casa y sentir
el silencio al caminar por las calles, extraño la multitud. Ver sonreír a la gente.
Disfrutar de una pizza de apio con mis suegros y la tía sin tener que preocuparse por el uso del barbijo.
Sólo nos queda abrir
los ojos. Sentir la nueva luz que entra cada mañana por la ventana. Un nuevo
día que nos trae esperanza de que todo pase.
El mundo sanará y nosotros también.
-
Lía Julieta Pérez-
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